Oriol y yo acudimos a Institut Marquès después de intentarlo por nuestra cuenta, aun siendo conscientes de la edad que teníamos. Decidimos a ir a por todas, ya que queríamos formar una familia.
Cómo explicaros en estas líneas la seguridad y tranquilidad que me transmitieron el equipo de médicos, que salíamos de la visita como si todo fuera coser y cantar. Pero, como os podéis imaginar, no fue así: después de dos intentos con mis óvulos, Marisa nos dijo que pasáramos a una donación de óvulos. Imaginaos lo reticentes que éramos los dos; de entrada, ni Oriol ni yo nos habíamos planteado la opción de que no pudiera llevar mis genes, de que no me viera reflejada en él o ella… ¿Dónde quedaba yo, en esta parte del proceso? Lo meditamos, tuvimos en cuenta los pros y los contras (yo soy mucho de hacer listas de pros y contras) y la verdad es que sólo había un contra: que no heredara nada de mí (apariencia, carácter…). Cuántas veces hemos oído: “es igual que su padre” o “es igual que su madre” y resulta que es adoptado o fruto de una donación y nosotros no lo sabemos. Los niños se parecen a los padres porque conviven y aprenden de ellos desde pequeños y adoptan actitudes, caracteres. Así que decidimos tirarnos a la piscina y recordarnos que queríamos formar una familia, con algún traspiés, pero al fin y al cabo formar una familia.
Marisa nos quitó alguna que otra duda con la selección de la donante y dejamos en sus manos que eligiera la que mejor se adaptaba a mí. Salí de la consulta tranquila, sabiendo que, después de un año visitándonos, ya conocía cómo era y mis inquietudes.
Como era de suponer, la fecundación fue muy bien y los embriones me parecían espectaculares en comparación con los míos iniciales. Recuerdo que cuando los veíamos a través del Embryoscope pensábamos que podríamos tener una familia numerosa porque todos se veían tan bien y, efectivamente, tuvimos un 90% de embriones perfectos. Imaginaos cuando me citaron para el transfer… “¡Ay, Dios! ¡Va a ser que el horno es el mismo!” Ese temor y esa duda me asaltaban en cuanto pensaba en ello. Marisa lo tenía claro y me decía que no tenía que preocuparme porque hasta las mujeres de 50 años se quedan embarazadas.
Pensándolo así, cómo podía ser negativa, así que vestida con una jersey de color rojo fui a que me hicieran el transfer. Actitud mental positiva es mi frase preferida y es lo que no se puede olvidar, pues la vida nos pone a prueba y a veces las cosas no salen como una quisiera, como fue este el caso. Recuerdo que quería morir cuando la prueba de embarazo del primer transfer dio negativa, después de 10 días enteros pensando, planificando… No os miento si os digo que, tanto Oriol como yo, quisimos abandonar. Habíamos perdido la confianza, se nos vino abajo el mundo, un año de tratamientos fallidos empezaba a mermar nuestra confianza, pero ¡Marisa no se da por vencida, Priscilla no se da por vencida, Anna no se da por vencida! ¡Menudo equipo de profesionales y personas fantásticas! Así que lo volvimos a intentar, ¿qué podíamos perder? Teníamos la familia numerosa esperándonos, no podíamos renunciar a ella. Hicimos un segundo transfer y esperamos los 10 días de rigor, eso sí, muy precavidos, reticentes, con los pies en el suelo, aunque de vez en cuando nos mirábamos y nos reíamos sin decirnos nada más: los dos sabíamos que en mi vientre se gestaba nuestro futuro. Cómo explicaros la sensación cuando Priscilla me enseñó la prueba de embarazo y era positiva. Fue como una oleada de sentimientos: risa, llanto, felicidad, amor… A la salida de la consulta se lo dijimos a todo el mundo a nuestro paso, incluso nos encontramos con Anna Martí, que nos había hecho el transfer, y con el biólogo, Joan, que había hecho la FIV y cuidado a nuestro futuro bebé. Qué mejor recompensa que escuchar su pequeño corazoncito latir con tanta fuerza, en algo tan pequeño como un grano de arroz, recordándonos que habían valido la pena todos los llantos y el desánimo para, al final, disfrutar de la felicidad plena. No decaigáis, os lo dice la abanderada de la “Actitud Mente Positiva”.